La sentencia contentó, como era de esperar, a unos más que a otros. No obstante, la generosidad de don Raimundo, puesta a prueba con la compra de dos terneras en la feria de Moeche, como regalo para los padres de Pepiño, fue la lima que rebajó asperezas y armonizó pareceres. Pues, de ese modo, Pepiño Blanco entró, con general consentimiento y con todas las de la ley, en el pazo de San Damián de Lamacido, como hijo recién nacido, aunque tuviera ya siete meses, de don Raimundo de Castro Seoane y Mombeltrán de Figueroa y de doña Amalia de Andrade Sotomayor y Lourido de Braganza.
Conviene decir, antes de referirme a la inmensa dicha que embargaba a los ancianos, don Raimundo y doña Amalia, que Pepiño no estaba bautizado ni inscrito en el Registro Civil. Esto, según el marqués, dejando a un lado la ilegalidad en que habían incurrido los padres naturales del niño, facilitaba mucho las cosas, ya que Pepiño podría hacerse cristiano con los apellidos de su rancia casa. Aquí fue decisiva, sin embargo, la opinión del párroco de San Damián de Lamacido, que contradijo a don Raimundo de Castro Seoane y Mombeltrán de Figueroa, con estas palabras preñadas de evangélica comprensión: "Permítame decirle, señor marqués, que no conviene al niño semejante ristra de apellidos, pues nada tendría de particular que, en el largo camino de la vida, perdiera algún ajo. Además, siendo pobre y de origen plebeyo, con un apellido le basta." Aceptada la opinión del cura, doña Amalia hizo saber la suya: "Démosle, entonces, el apellido Blanco, puesto que Pepiño fue diana de las bofetadas de su embrutecido padre; hizo diana, en mi ardiente corazón, el día en que, milagrosamente, entró por el ventanal de mi alcoba; y, él mismo, se ha convertido en diana de mi maternal cuidado. Y, tratándose de un varón, encuentro más apropiado llamarle Blanco que Diana."
Y así fue, y no de otro modo, como aquel niño, no querido en su humilde hogar natural, pasó a mejor vida en el pazo de San Damián de Lamacido.