La vida oculta de Pepiño Blanco (Capítulo 3)

                                          La Sentencia
 El juicio tuvo lugar, una mañana de abundante lluvia, en Santa Marta de Ortigueira. A la puerta del juzgado, se habían formado dos grupos, claramente delimitados, que se miraban, uno a otro, con recelo. En el primero, más reducido, se encontraban, elegantemente vestidos, don Raimundo de Castro  Seoane y Mombeltrán de Figueroa, marqués de San Damián de Lamacido, y su esposa, doña Amalia de Andrade Sotomayor y Lourido de Braganza, con sus parientes más próximos; en el segundo, Rosendo y Elvira, padres de Pepiño Blanco, acompañados de todos sus vecinos.
     La audiencia resultó memorable. Elvira reclamaba su derecho de sangre sobre Pepiño, al que había parido con esfuerzo y con dolor, tras nueve meses de insoportable calvario; doña Amalia de Andrade Sotomayor y Lourido de Braganza, con el decidido apoyo del párroco de San Damián de Lamacido, sostenía la realidad del milagro que se había producido, con la entrada de Pepiño por un ventanal de su dormitorio; Rosendo, padre de la criatura, amenazaba con empezar a repartir hostias; don Raimundo de Castro Seoane y Mombeltrán de Figueroa, de 74 años -dos más joven que doña Amalia-, hacía valer, para que se hiciera justicia, los cuatro kilos de percebes del Ortegal y los nueve espléndidos centollos que había dejado, como obsequio, detrás del estrado; los vecinos de Rosendo y Elvira, en fin, defendían su derecho a seguir contando con Pepiño, como inspirador certero de quinielas futbolísticas.
     El juez, un hombre menudo que, por su rostro enjuto, barbado y con quevedos, recordaba a don José María de Pereda, oyó con interés a unos y a otros, se alteró a veces, y, en ocasiones, hasta tuvo que imponer el orden en la sala, con la ayuda de la guardia civil. Pero su amor profundo a la verdad, su defensa inquebrantable de la justicia, su arraigado sentido del deber, se impusieron, por encima de todo, y, a las dos horas, dictó sentencia, en favor de don Raimundo y doña Amalia, golpeando con el mazo que, poco después, habría de servirle para dar buena cuenta de cuatro soberbios centollos.

                                                             

 
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