La vida oculta de pepiño Blanco (Capitulo 1)

El desdichado Pepiño
     Pepiño Blanco tuvo una infancia difícil. Eso, al menos, asegura el párroco de Santa Eulalia de Mogonzos, que, por los días a que voy a referirme, lo era de San Damián de Lamacido, en cuya catequesis figuraba Pepiño.
    Pepiño Blanco, desde el mismo instante en que su madre lo dejó en este mundo de pecado, recibió de su padre brutales palizas que no lograron acabar con su vida, porque Pepiño era de pedernal. Tal condición pétrea hacía pensar al párroco que, con el transcurrir del tiempo, podría edificar, sobre Pepiño, su nueva iglesia. Al principio, los vecinos, que oían el ruido estremecedor de los golpes, creían que Rosendo -padre de Pepiño- le zurraba la badana a su adorada costilla. Pero una tarde, cuando, en medio de una de aquellas memorables palizas, vieron salir al recién nacido, despedido por una ventana, comprendieron que quien recibía tan desacostumbrado maltrato no era Elvira, sino el fruto de su vientre. Pepiño, como digo, salió por una ventana, la que daba al corral, y fue a incrustarse de cabeza en un pajar, tras estrellarse, de costillas, contra el hórreo situado en su proximidad. Los vecinos fueron en su busca, y, como es más fácil encontrar, en un pajar, un recién nacido que una aguja, dieron con él enseguida. Lo tomó una mujer en brazos, y lo devolvió a su hogar. Y, a partir de aquel momento, entendiendo los vecinos que, mientras tenían lugar aquellas nunca vistas manifestaciones de amor paterno, Pepiño podía salir por cualquier abertura de la casa, decidieron emplear al infante, como dado, en las quinielas futbolísticas. Si aparecía por una ventana, uno; si lo hacía por la puerta, equis; caso de salir, como un cohete, por la chimenea, dos.
     Pepiño Blanco se fue convirtiendo, poco a poco, en un niño inseguro, acomplejado, asustadizo... (Corto aquí la larga ristra de sugerentes calificativos que se me ocurren, por evitar que mi modo de escribir pueda recordar la torpe prosa de Muñoz Molina.) Y, con los años, ya mocetón casadero, llegó a mostrar, en su relación con la mujer, una inclinación morbosa a los bajos fondos de esta, como una manera de entrar, de cabeza, por donde había salido. Prueba evidente de que el brutal, y lejano, comportamiento de su padre forzaba, a Pepiño Blanco, a regresar al plácido útero materno.
 
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